— También me parece a mí, Cebes, que nada se puede objetar a estas verdades, y que no nos hemos engañado cuando las hemos admitido; porque es indudable, que hay un regreso a la vida; que los vivos nacen de los muertos; que las almas de los muertos existen; que las almas buenas libran bien, y que las almas malas libran mal.
Cebes, interrumpiendo a Sócrates, le dijo: lo que dices es un resultado necesario de otro principio que te he oído muchas veces sentar como cierto, a saber: que nuestra ciencia no es más que una reminiscencia. Si este principio es verdadero, es de toda necesidad que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en este; y esto es imposible, si nuestra alma no existe antes de aparecer bajo esta forma humana. Esta es una nueva prueba de que nuestra alma es inmortal.
Simmias, interrumpiendo a Cebes, le dijo: ¿cómo se puede demostrar este principio? Recuérdamelo, porque en este momento no caigo en ello.
— Hay una demostración muy preciosa, respondió Cebes, y es que todos los hombres, si se les interroga bien, todo lo encuentran sin salir de sí mismos, cosa que no podría suceder, si en sí mismos no tuvieran las luces de la recta razón. En prueba de ello, no hay más que ponerles delante figuras de geometría u otras cosas de la misma naturaleza, y se ve patentemente esta verdad.
— Si no te das por convencido con esta experiencia, Simmias, replicó Sócrates, mira si por este otro camino asientes a nuestro parecer. ¿Tienes dificultad en creer que aprender no es más que acordarse?
— No mucha, respondió Simmias; pero lo que precisamente quiero es llegar al fondo de ese recuerdo de que hablamos; y aunque gracias a lo que ha dicho Cebes, hago alguna memoria y comienzo a creer, no me impide esto el escuchar con gusto las pruebas que tú quieres darnos.
— Helas aquí, replicó Sócrates. Estamos conformes todos en que, para acordarse, es preciso haber sabido antes la cosa de que uno se acuerda.
— Seguramente.
— ¿Convenimos igualmente en que cuando la ciencia se produce de cierto modo es una reminiscencia? Al decir de cierto modo, quiero dar a entender, por ejemplo, como cuando un hombre, viendo u oyendo alguna cosa, o percibiéndola por cualquiera otro de sus sentidos, no conoce sólo esta cosa percibida, sino, que al mismo tiempo piensa en otra, que no depende de la misma manera de conocer sino de otra. ¿No diremos con razón que este hombre recuerda la cosa que le ha venido al espíritu?
— ¿Qué dices?
— Digo, por ejemplo, que uno es el conocimiento del hombre y otro el conocimiento de una lira.
— Seguramente.
— Pues bien; continuó Sócrates: ¿no sabes lo que sucede a los amantes, cuando ven una lira, un traje o cualquiera otra cosa, de que el objeto de su amor tiene costumbre de servirse? Al reconocer esta lira, viene a su pensamiento la imagen de aquel a quien ha pertenecido. He aquí lo que se llama reminiscencia; frecuentemente al ver a Simmias, recordamos a Cebes. Podría citarte un millón de ejemplos.
— Hasta el infinito, dijo Simmias.
— He aquí lo que es la reminiscencia; sobre todo, cuando se llega a recordar cosas, que se habían olvidado por el trascurso del tiempo, o por haberlas perdido de vista.
— Es muy cierto, dijo Simmias.
— Pero, replicó Sócrates, al ver un caballo o una lira pintados, ¿no puede recordarse a un hombre? Y al ver el retrato de Simmias, ¿no puede recordarse a Cebes?
— ¿Quién lo duda?
— Con más razón, si se ve el retrato de Simmias, se recordará a Simmias mismo.
— Sin dificultad.
— ¿No es claro, entonces, que la reminiscencia la despiertan lo mismo las cosas semejantes, que las desemejantes?
— Así es en efecto.
— Y cuando se recuerda alguna cosa a causa de la semejanza, ¿no sucede necesariamente que el espíritu ve inmediatamente si falta o no al retrato alguna cosa para la perfecta semejanza con el original de que se acuerda?
— No puede menos de ser así, dijo Simmias.
— Fíjate bien, para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa a que llamamos igualdad? No hablo de la igualdad entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas semejantes. Hablo de una igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad es en sí misma algo o que no es nada?
— Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!
— ¿Pero conocemos esta igualdad?
— Sin duda.
— ¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las cosas de que acabamos de hablar; es decir, que viendo árboles iguales, piedras iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos formado la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles, ni estas piedras, sino que es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto: las piedras, los árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen por comparación tan pronto iguales como desiguales?
— Seguramente.
— Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad considerada en sí, ¿te parece desigualdad?
— Jamás, Sócrates.
— ¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?
— No, ciertamente.
— Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has sacado la idea de la igualdad.
— Así es la verdad, Sócrates; dijo Simmias.
— Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya desemejante respecto de los objetos que han motivado la idea.
— Seguramente.
— Por otra parte; cuando al ver una cosa, tú imaginas otra, sea semejante o desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.
— Sin dificultad.
— Pero, repuso Sócrates, dime: ¿cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma, de que tenemos idea, o falta mucho para que sean iguales como esta igualdad?
— Falta mucho.
— ¿Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esta cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a otra, pero que la falta mucho para ello, porque es inferior respecto de ella, será preciso, digo, que aquel, que tiene este pensamiento, haya visto y conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero imperfectamente?
— Es de necesidad absoluta.
— ¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos compararlas con la igualdad?
— Seguramente, Sócrates.
— Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad fintes del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales, hemos creído que todas tienden a ser iguales como la igualdad misma, y que no pueden conseguirlo.
— Es cierto.
— También convenimos en que hemos sacado este pensamiento (ni podía salir de otra parte) de alguno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado cualquiera otro de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.
— Lo mismo puede decirse, Sócrates, tratándose de lo que ahora tratamos.
— Es preciso, por lo tanto, que de los sentidos mismos saquemos este pensamiento: que todas las cosas iguales que caen bajo nuestros sentidos, tienden a esta igualdad inteligible, y que se quedan por bajo de ella. ¿No es así?
— Sí, sin duda, Sócrates.
— Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír, y hacer uso de todos los demás sentidos, es preciso que hayamos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible, para comparar con ella las cosas sensibles iguales; y para ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que son inferiores a la misma.
— Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho, Sócrates.
— Pero, ¿no es cierto que, desde el instante en que hemos nacido, hemos visto, hemos oído, y hemos hecho uso de todos los demás sentidos?
— Muy cierto.
— Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad.
— Sin duda.
— Por consiguiente, es absolutamente necesario, que lo hayamos tenido antes de nuestro nacimiento.
— Así me parece.
— Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros sabemos antes de nacer; y después hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es más grande, lo que es más pequeño, sino también todas las cosas de esta naturaleza; porque lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede decirse de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la santidad; en una palabra, de todas las demás cosas, cuya existencia admitimos en nuestras conversaciones y en nuestras preguntas y respuestas. De suerte que es de necesidad absoluta que hayamos tenido conocimientos antes de nacer.
— Es cierto.
— Y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los olvidáramos, no sólo naceríamos con ellos, sino que los conservaríamos durante toda nuestra vida; porque saber, ¿es otra cosa que conservar la ciencia, que se ha recibido, y no perderla?, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se tenía antes?
— Sin dificultad, Sócrates.
— Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer, y haberlos perdido después de haber nacido, llegamos en seguida a recobrar esta ciencia anterior, sirviéndonos del ministerio de nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender; ¿no es esto recobrar la ciencia que teníamos, y no tendremos razón para llamar a esto reminiscencia?
— Con muchísima razón, Sócrates.
— Estamos, pues, conformes en que es muy posible, que aquel que ha sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o, en fin, percibido por alguno de sus sentidos, piense, con ocasión de estas sensaciones, en una cosa que ha olvidado, y cosa que tenga alguna relación con la percibida, ya se le parezca o ya no se le parezca. De manera que tiene que suceder una de dos cosas: o que nazcamos con estos conocimientos y los conservemos toda la vida; o que los que aprenden, no hagan, según nosotros, otra cosa que recordar, y que la ciencia no sea más que una reminiscencia.
— Así es, Sócrates.
— ¿Qué escoges tú, Simmias? ¿Nacemos con conocimientos, o nos acordamos después de haber olvidado lo que sabíamos?
— En verdad, Sócrates, no sé al presente qué escoger.
— Pero, ¿qué pensarías y qué escogerías en este caso? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede dar razón de lo que sabe?
— Puede, sin duda, Sócrates.
— ¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que acabamos de hablar?
— Yo querría que fuese así, respondió Simmias; pero me temo mucho que mañana no encontremos un hombre capaz de dar razón de ellas.
— ¿Te parece, Simmias, que todos los hombres tienen esta ciencia?
— Seguramente no.
— ¿Ellos no hacen entonces más que recordar las cosas que han sabido en otro tiempo?
— Así es.
— ¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de nacer.
— Ciertamente no.
— ¿Ha sido antes de este tiempo?
— Sin duda.
— Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de aparecer bajo esta forma humana; y mientras estaban así, sin cuerpos, sabían.
— A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los conocimientos en el acto de nacer; porque esta es la única época que nos queda.
— Sea así, mi querido Simmias, replicó Sócrates; pero ¿en qué otro tiempo los hemos perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de decir. ¿Los hemos perdido al mismo tiempo que los hemos adquirido?, ¿o puedes tú señalar otro tiempo?
— No, Sócrates; no me había apercibido de que nada significa lo que he dicho.
— Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas estas cosas, que tenemos continuamente en la boca, quiero decir, lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente, y que si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas como a su tipo, que encontramos desde luego en nosotros mismos, digo, que es absolutamente indispensable, que así como todas estas nociones primitivas existen, nuestra alma haya existido igualmente antes que naciésemos; y si estas nociones no existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto incontestable? ¿No es igualmente necesario que si estas cosas existen, hayan también existido nuestras almas antes de nuestro nacimiento; y que si aquellas no existen, tampoco debieron existir estas?
— Esto, Sócrates, me parece igualmente necesario e incontestable; y de todo este discurso resulta, que antes de nuestro nacimiento nuestra alma existía, así como estas esencias, de que acabas de hablarme; porque yo no encuentro nada más evidente que la existencia de todas estas cosas: lo bello, lo bueno, lo justo; y tú me lo has demostrado suficientemente.
— ¿Y Cebes?, dijo Sócrates: porque es preciso que Cebes esté persuadido de ello.
— Yo pienso, dijo Simmias, que Cebes considera tus pruebas muy suficientes, aunque es el más rebelde de todos los hombres para darse por convencido. Sin embargo, supongo que lo está de que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento; pero que exista después de la muerte, es lo que a mí mismo no me parece bastante demostrado; porque esa opinión del pueblo, de que Cebes te hablaba antes, queda aún en pié y en toda su fuerza; la de que, después de muerto el hombre, su alma se disipa y cesa de existir. En efecto, ¿qué puede impedir que el alma nazca, que exista en alguna parte, que exista antes de venir a animar el cuerpo, y que, cuando salga de este, concluya con él y cese de existir?
— Dices muy bien, Simmias, dijo Cebes; me parece que Sócrates no ha probado más que la mitad de lo que era preciso que probara; porque ha demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento; mas para completar su demostración, debía probar igualmente que, después de nuestra muerte, nuestra alma existe lo mismo que existió antes de esta vida.
— Ya os lo he demostrado, Simmias y Cebes, repuso Sócrates; y convendréis en ello, si unís esta última prueba a la que ya habéis admitido; esto es, que los vivos nacen de los muertos. Porque si es cierto que nuestra alma existe antes del nacimiento, y si es de toda necesidad que, al venir a la vida, salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no ha de ser igualmente necesario que exista después de la muerte, puesto que debe volver a la vida? Así, pues, lo que ahora me pedís ha sido ya demostrado. Sin embargo, me parece que ambos deseáis profundizar más esta cuestión, y que teméis, como los niños, que, cuando el alma sale del cuerpo, la arrastren los vientos, sobre todo cuando se muere en tiempo de borrascas.
— Entonces Cebes, sonriéndose, dijo: Sócrates, supón que lo tememos; o más bien, que sin temerlo, está aquí entre nosotros un niño que lo teme, a quien es necesario convencer de que no debe temer la muerte como a un vano fantasma.
— Para esto, replicó Sócrates, es preciso emplear todos los días encantamientos, hasta que se haya curado de semejante aprensión.
— Pero, Sócrates, ¿dónde encontraremos un buen encantador, puesto que tú vas a abandonarnos?
— La Grecia es grande, Cebes, respondió Sócrates; y en ella encontrareis muchas personas muy entendidas. Por otra parte, tenéis muchos pueblos extranjeros, y es preciso recorrerlos todos e interrogarlos, para encontrar este encantador, sin escatimar gasto, ni trabajo; porque en ninguna cosa podéis emplear más útilmente vuestra fortuna. También es preciso que lo busquéis entre vosotros, porque quizá no encontrareis otros más capaces que vosotros mismos para estos encantamientos.
— Haremos lo que dices, Sócrates; pero si no te molesta, volvamos a tomar el hilo de nuestra conversación.
3) Prueba de la simplicidad (Fedón, 78d-81e)